Puede que puedan

Luciano Candioti, conocido como Lucho, participa activamente desde el año 2002 en la Asociación Civil Juanito Laguna, y define su rol como el de un educador. Cuando le cuenta a El Estelar la labor que lleva adelante la asociación en su rostro se refleja el
orgullo y la esperanza.

Juanito Laguna es el protagonista de las creaciones artísticas del argentino Antonio Berni. Una obra física que retrata la pobreza infantil en sus escenarios habituales, principalmente entre los barrios marginados y los desechos citadinos. Ropas desgastadas, miradas inocentes y grandes sueños que se desploman: una paleta de tristeza y miseria que tiñó algunas de las principales calles santafesinas tras la crisis económica de 2001. Unos meses después Lucho y Gaby, su compañera, salieron a recorrer Boulevard Gálvez en una gran misión. Iban armados con sus herramientas más fuertes: una pelota de fútbol, un termo con mate cocido y su convicción. En las juntadas que se comenzaron a celebrar había quince pibes y pibas con asistencia perfecta; ocho de ellos dormían en el lugar que la suerte les asignara cada noche: las puertas de los edificios, las paradas de colectivos o vagones de tren abandonados. “El problema central no era hacer un centro de día para que los chicos estuvieran ahí una hora, el problema era que no tenían dónde vivir. Entonces eso era una contradicción”, explica Lucho, quien en aquel tiempo se chocó con una realidad aun más difícil de la que suponía. Para hacerle frente a la situación decidieron recibir en su casa a ocho nuevos huéspedes, ocho Juanitos Laguna cuya vida lucharían por mejorar.
Hacia el año 2003 lograron establecer el centro de día en una casa a metros de Boulevard. Aunque durante los años siguientes debieron mudarse a diferentes puntos de la ciudad capital, o sus alrededores, mantuvieron viva su esencia: guiar a los chicos hacia la posibilidad de tener una vida distinta y mejor que la que conocían. “Hemos podido construir un vínculo amoroso con los pibes y las pibas. Están acostumbrados al odio, a la marginación, al desprecio, a la violencia en todas sus formas. El trabajo nuestro es seducirlos hacia la vida”, dice Lucho al rememorar la dificultad inicial de generar un vínculo con ellos debido a las duras experiencias que habían atravesado a pesar de su corta edad.

Juanito Laguna, personaje de las obras de Antonio Berni.

En 2004 surgió la idea de un emprendimiento que les permitiera alcanzar una independencia económica para mantener a los pibes, más allá de los subsidios que percibían de algunas instituciones gubernamentales. Así nació la imprenta de la Asociación Juanito Laguna. Luego, desde España, llegó una donación de las Comisiones Obreras de Asturias y con ella se compraron las primeras máquinas con las que se comenzó la labor imprentera.

Lucho, en la imprenta, acompaña su relato con
mate. Al fondo se ve una de las máquinas que usan
para trabajar. Sobre la mesa, algunas impresiones
que realizaron los chicos durante el día.

A pesar de haber dejado atrás el desamparo de la calle, en ocasiones las tareas escolares eran un desafío que los chicos aun no lograban resolver. Es ahí donde la imprenta, percibida por la asociación como un emprendimiento productivo-pedagógico, funcionó como sostén: los conceptos matemáticos se volvieron familiares gracias a los cálculos para el tamaño de las impresiones; los conocimientos lingüísticos se arraigaron gracias a la necesidad de corrección en los textos. Desde la mirada comercial, el trabajo le permitió a la asociación reinvertir las ganancias para mejorar los equipamientos y las maquinarias, aumentando así la productividad y la participación de los chicos en el aprendizaje del oficio.


Con el paso del tiempo algunos chicos crecieron y se marcharon para seguir su propio camino, otros llegaron en busca de una nueva oportunidad. Actualmente, en 2022, la Asociación Civil Juanito Laguna cuenta con doce educadores, seis de los cuales forman parte de la junta directiva. En palabras de Lucho, “el educador es una persona que debe dar el ejemplo a los pibes de que otra cosa es posible”. Es ese conjunto de personas que sostiene, cobija y ayuda a los pibes para que los engranajes que le dan vida a Juanito Laguna giren. Juntos coordinan la imprenta y el hogar, pero también tienen otra labor importante: el trabajo de calle, que consiste en continuar aquellos recorridos originales que comenzaron por allá en el año 2002. Realizan un relevamiento por la zona abarcada entre Boulevard Gálvez, la Terminal Belgrano y la Avenida Alem, para conocer y relacionarse con los chicos y adolescentes que viven o pasan su día en la calle.

Las máquinas con las que los chicos
aprenden y trabajan diariamente.

Los trabajos continúan llegando a la imprenta, y los proyectos no escasean:
planean poner en marcha una obra para adaptar un nuevo espacio donde elaborar productos de panificación. Serán vendidos en comercios de la ciudad y también se destinarán a los chicos sin hogar. Además, realizarán veladas en el patio de la imprenta donde habrá comida y actuaciones para cubrir los costos de los alquileres. “Lo que siempre tratamos es que el financiamiento surja de la propia producción”, nos cuenta Lucho.


En total cuarenta y cinco chicos, el menor de ellos tiene dos años, conviven y participan de la jornada diaria que se desarrolla entre la imprenta y el hogar. Hacia el final de la charla Lucho reflexionó sobre la labor de la asociación y dijo que «Juanito es eso, es la construcción de un lugar más justo que la calle y es ese sueño de un país para todos. Nuestros pibes se merecen que se construya otra historia para ellos”.
Lamentablemente muchos Juanitos Laguna aun pasean sin rumbo ni contención por las calles, pero también existen corazones nobles que los están buscando para tenderles una mano. En tiempos ideales no sería necesario pedir el siguiente deseo: ojalá que sus recorridos se crucen.


Crónica del goce

Los bombos vienen sonando por calle San Juan, se acercan de a poco al ritmo de la alegría. Con ellos vienen decenas de cuerpos en movimiento, murgueros, bailarines, nenes y nenas casi todos con sonrisas desparramadas por los rostros llenos de espuma. Son las nueve de la noche, es feriado de carnaval y como hace muchos años consecutivos el barrio San Lorenzo se tiñe de colores en la maravillosa fiesta popular organizada por el Centro Cultural y Social el Birri y el Movimiento de Organizaciones Murgueras del Oeste. 

El carnaval existe en esta tierra desde hace unos cinco mil años. Algunos lo sitúan en Egipto otros en Grecia y muchos en Roma. Se trata de una fiesta pagana que luego fue readaptada por el cristianismo. Sea para celebrar a Dionisio dios del vino y la fertilidad, a Saturno de la agricultura, a la transición de una estación a otra o bien a los últimos días previos a la penitencia de la cuaresma cristiana, el carnaval significó siempre las mismas cosas: fiesta, alegría y esperanza. 

De fiesta en la antigua Roma. 

Y eso es lo que acontece en las intersecciones de calle San Juan y General Lopez frente a la Ex Estación Mitre. Cientos de personas en movimiento, conversando y bailando envueltas en la enorme nube de humo que se desprende de los fuegos que calientan choripanes y hamburguesas. Las columnas que partieron de calle Amenábar y Juan Díaz De Solis van llegando a destino. Los cuerpos se animan y la cerveza se desparrama de tanto baile. Se acercan distintas murgas y comparsas: La Birrilata, Los Locos del Barrio de La Vuelta del paraguayo, Cambá Nambí y la murga estilo uruguayo La Recebada. 

El ruido llama a la gente y la esquina se va colmando. Las barriadas del suroeste empiezan a hacerse presentes: Chalet, Centenario, 12 de Octubre, San Lorenzo. Los pibes esquivan con precisión una madeja de cuerpos para tirar espuma, padres y madres aplauden sentados en silloncitos, algún joven apura la cerveza caliente del envase de plástico. ¿Te gusta el carnaval? le pregunto a un nene que anda a las vueltas, me responde que sí. ¿Y qué te gusta del carnaval? jugar con mis amigos, me dice, y sale corriendo como una flecha con la risa colgando de un rostro que también desprende sufrimiento.

Alegría en el barrio. Foto: Toda Santa Fe.

Es que el carnaval es eso. Nace y resiste a la paradoja de luchar con alegría, de festejar a pesar del desamparo, del abandono y de la desidia que padecen los barrios populares de nuestra ciudad. De resistir con una mueca de felicidad en la cara, como la del nene que corre a su amiguito. 

“El Birri organiza el carnaval porque es nuestra identidad. En los inicios fue lo que invitó al rejunte de artistas y de laburantes. Fue sembrando la semilla de la escuela carnavalera que tenemos acá todo el año, que es una apuesta pedagógica y política” me dice Juan Gianfelici militante del Birri y organizador del evento. Si será político el carnaval, si lo será en nuestro país, que entre 1770 y 1784, los bailes se limitaron a lugares cerrados y el toque de tambor (sello identitario de la población africana) era castigado con azotes y hasta un mes de cárcel porque a la clase virreinal le desagradaba el bullicio y el desenfreno de aquellos días, propio de “costumbres bárbaras”. Si lo será en Argentina, que 200 años después la más salvaje de las dictaduras prohibió el feriado que lo celebraba, fiel a su impronta antipopular y represiva. Es que como explicó el escritor ruso Mijaíl Bajtín el carnaval es el espacio en que todo se invierte, las clases sociales se parodian y se borran las fronteras. Por eso molesta tanto a las élites del poder y a sus grises defensores. El feriado que lo conmemora regresa en 2010 por decisión del entonces gobierno nacional, con una clara impronta popular para que la alegría de los pobres también sea pública y legítima. 

“Organizamos esto porque no encontramos otra forma de celebrar la rebeldía. De mantener vivos los sueños colectivos por una realidad mejor. Por la memoria de las luchas pasadas, por la memoria del barrio y por las calles, que siguen siendo nuestras” afirma Juan. Y así lo siente la gente que se acerca a la ronda frente al muñeco gigante, el Momo. Espíritu de la alegría, el alma del carnaval; diosa y dios, rey y reina, mujeres y hombres como lo describen desde el centro cultural. Es la música y el baile que en su cénit se vuelven fuego, sembrando de deseos el año venidero, hasta el próximo corso.

Son las diez y media de la noche, los tambores suenan cada vez más fuerte y los celulares desparraman la luz del flash para filmar el acto simbólico. Un grupo de personas, mientras bailan, le echan gasolina al enorme muñeco de papel, cartón y trapos que está (cada cual interpretará su significado) patas arriba y que será quemado en el cierre de la fiesta carnavalera. 

El momento culmine. Foto: El Birri.

El Momo arde, una señora aplaude contenta al ritmo de la murga, los pibes miran con los ojos abiertos, un tipo indudablemente parco deja mover de a poco sus caderas rígidas. Me alejo unos metros. Cuando termina el tumulto de gente y mientras el muñeco llega al apogeo de las llamas, miro hacia adelante. Hay un viejo carro de madera que se cae a pedazos, como si fuera la representación del caballo escuálido que está atado. Sobre él dos personas. Un hombre con la ropa desgajada y un nene en ojotas. Los dos con la boca abierta y los ojos ardientes del fuego que se refleja. Los dos con una sonrisa, mirando desde lo alto el cielo teñirse de colores y de humo, los cuerpos bailando y la alegría saliendo a borbotones. Los dos en la madera que ese mismo día cargó los desechos de la ciudad. Los restos. Las sobras. Los dos creyendo, mientras el muñeco se deshace en llamaradas, que a veces ocurren momentos así. Puntitos de tiempo fugaces y obstinados, hijos del calor humano, siempre dispuestos a pagar con creces el paso, el peso, de esto que algunos llamamos vida. 

Pablo Garello