Desde la ciclovía que serpentea a través del Parque Federal se puede distinguir fácilmente el avión que se erige frente a la calle Pedro Vittori. Ese gigante que parece eternamente suspendido en el aire es uno de los monumentos instalados en memoria a los héroes argentinos del 82. A su izquierda, el soldado que blande la bandera y sostiene su fusil está inmortalizado en una estatua que reza Homenaje al Heroico Soldado Argentino. La celeste y blanca izada en lo alto corona el frente del Centro de Ex Soldados Combatientes de Malvinas, donde funciona también el museo. Diseños a escala del ARA General Belgrano, carpas, balsas y vestimentas de las Fuerzas Armadas son algunos de los elementos que se exhiben. 

Malvinas está hecha de historias comunes, decenas de vidas, puntitos de la cotidianeidad argentina que de un momento a otro fueron atravesadas por la contingencia de lo extraordinario. Tal es el sentido de esta nota, relatar a través de dos relatos lo magnífico de la sencillez, lo atípico de lo cotidiano y junto a todo aquello, la inoxidable certeza de que esta tierra parió y seguirá pariendo miles de hijos encendidos por el fuego de la valentía y el amor a la patria. 

Marcelino Sandoval nació en Monte Vera hace 60 años, es hijo de inmigrantes bolivianos, peones golondrinas que vivían de recolectar los frutos que genera nuestro fecundo suelo. Hijo de las tardes de cosecha, del correteo por los quintales de acelga y los campos de algodón. Hijo de la curiosidad y la resistencia.  

En este momento está sentado detrás de los tablones, de a ratos chupa un mate con yerbas flotando por el pocito de agua caliente y con voz cálida y recuerdos vivos viaja cuatro décadas en el tiempo. En 1981 recibió la citación para el Servicio Militar Obligatorio. La particularidad es que de joven, a los 13 años, se cortó accidentalmente un dedo del pie trabajando, hecho que podría haber servido como justa escusa para evitar el servicio como lo deseaban la mayoría de los jóvenes, sin embargo cuenta: “yo sabía que eso me podría haber dejado afuera, pero yo quería hacerlo igual, me daba intriga conocer cómo era” . Fue así que tras la revisión médica esperó paciente una ansiada carta de incorporación que nunca llegó, sin embargo, era tal su convencimiento que se presentó de forma voluntaria. Debido a que los cuarteles de la ciudad estaban completos fue enviado al Regimiento 12 de Infantería ubicado en Mercedes, Corrientes. Recuerda muy bien su entrenamiento inicial: fueron 45 días de humedad y calor acampando en el monte correntino. 

Marzo de 1982, queda muy poco para que su tiempo como conscripto finalice. Sin embargo, de la nada, despacito y casi invisible la historia empieza a meter la cola, como un diablito que reclama, que exige probar hasta los límites más inconcebibles de qué está hecho ese hombre de tez curtida y juventud soñadora: tiene tan solo 18 años. Todos los regimientos del norte empiezan a ser movilizados bajo la orden de ir a hacer guardia a la Patagonia, en las ciudades petroleras. El 13 de abril Sandoval parte junto a sus compañeros desde Mercedes hacia Paraná en tren. En la ciudad entrerriana pasan la noche y al otro día se embarcan en un Boeing 707 con rumbo a Comodoro Rivadavia. “Tenías que sentarte en fila, bien juntos uno al lado del otro para mantener la estabilidad porque el avión no tenía asientos, de esa forma podíamos entrar más”, explica Marcelino. El Regimiento 12 hizo guardia en Caleta Olivia, durante ese tiempo habitaron momentáneamente una escuela, donde las maestras le proveían de algunas comidas e incluso chocolate; el 23 de abril, el día que marcará para Marcelino Sandoval el resto de su vida y sus noches, fueron enviados a las islas. Lo primero que recuerda es el frío, la helada cruda que estira todos los puntitos de la piel y los hace ajenos al propio cuerpo. “La diferencia de temperatura entre el norte y la Patagonia no era nada comparado con Malvinas, donde hacía -15° C”, cuenta el héroe.

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Los brazos se apoyan sobre la mesa, mientras las manos se mueven en el aire al compás de su voz. Ocasionalmente levanta su gorra para acomodarse el cabello. “Yo cumplí 19 años el 26 de mayo de 1982, el mismo día que las bombas pasaban por arriba nuestro por primera vez, que se escucharon los estallidos por primera vez. Ese día nos bombardearon la Base de Darwin”, relata sobre aquellos primeros ataques ingleses. El santafesino era tirador con fusil y se encargaba de cubrir a quienes operaban los cañones. Su compañero de batalla y amigo desde hace 40 años, Sergio Buscemi, lo califica como “uno de los mejores tiradores del Regimiento 12”

A poco de terminar la contienda fue detenido por el ejército inglés y trasladado a Uruguay, país que recibía a los prisioneros de guerra. La resistencia, como aquellos días de trabajo duro bajo el sol de la cosecha, marcó su permanencia en la guerra. La resistencia, sin cobrar un solo peso, con frío, con hambre, con miedo. La resistencia y el profundo amor a la patria.  

Marcelino Sandoval, el mejor tirador del regimiento 12, en el museo de Malvinas.

Fue un crudo vendaval de derrotas lo que lo azotó con fuerzas durante aquel período la vida de Marcelino, la guerra en principio, como episodio (como herida) fundamental y luego un regreso a su tierra, no solo repleto de indiferencia e ingratitud, sino también de sometimiento. Al volver a Monte Vera, sin trabajo y sin estudios, la única propuesta de empleo que consigue es a través de un amigo. 

¿No querés trabajar en Helvecia, en el campo?- le preguntó en aquel invierno del 82.

Marcelino sin pensar demasiado, dijo que sí ¿quién se pondría a considerarlo tanto cuando necesidades vitales tocan la puerta? Trabajó durante siete meses en condiciones de semiesclavitud, “yo no sabía cuando era sábado cuando era domingo, cuando era feriado, era como la Colimba o peor. Trabajamos gratis, nos daban solo para comer y dormir” cuenta el ex combatiente mientra le asoman destellos de impotencia por sus ojos marrones. Fue en aquellas noches de desidia donde más soñó con Malvinas, aún hoy le ocurre, aún hoy los pensamientos le atronan la cabeza como si fueran los disparos del fusil, aunque con menos frecuencia, permitiendo momentos de respiros profundos que dejan atravesar la vida con mayor tranquilidad. 

Luego de aquella dura experiencia en Helvecia, Marcelino regresó a Monte Vera. “Las verduras son lo mío, yo enseguida me doy cuenta si la achicoria es de hoy o de ayer o si el tomate que compras tiene verdadero sabor” comenta. Trabajó durante 22 años en una quinta cercana a Angel Gallardo bajo la figura de “mediero” repartiendo las ganancias con el dueño de la tierra. En el año 2008 puso su propia verdulería sobre la ruta 2. Hoy, por la mañana, continúa trabajando en la producción hortícola vendiendo lo que produce en el mercado del Abasto y por la tarde lo hace como guía en el museo de Malvinas de la calle Pedro Vittori. Para este héroe nacional el paisaje manso de las quintas, el silencio y las manos enchastradas de tierra representan su momento de tranquilidad, “cuando yo trabajo en el campo estoy bien, es lo que me hace bien” dice tocando con su dedo índice el costado de la cabeza, la misma que hace 40 años se escondía en la oscuridad de la trinchera y temblaba ante los disparos incesantes de una guerra cruel. 

                                                                                                           

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Sergio Buscemi nació en el barrio María Selva de la capital santafesina, hijo de padre metalúrgico, creció jugando en las manzanas adyacentes de la Avenida Aristóbulo del Valle. Al igual que Marcelino, fue enviado de muy joven a realizar la conscripción a la provincia de Corrientes. Allí aprendió sobre la exigencias de la vida militar, sobre el silencio de la madrugada, sobre la amistad y el compañerismo. Prácticas genuinas que compartirá con quien está sentado a su lado hasta el día de hoy. También compartirá la incertidumbre de aquel viaje en el Boeing 707 rumbo a la Patagonia: “íbamos sentados sobre el bolsón porta equipos, acuclillados y sosteniendo el fusil”. Hasta aquel momento no había tenido la oportunidad de viajar en una aeronave, hasta aquel momento no tenía la menor certeza de que se dirigía a una guerra que cambiaría de raíz el futuro de sus días.

En la Isla, Buscemi era el encargado de operar un cañón enorme, que llevaba a todos lados y que dificultaba el traslado de su tozuda humanidad, fue este arma la que le sirvió para hacer frente al fuego enemigo durante noches enteras. Mucho antes, el 23 de abril al mediodía, tras recibir la orden de movilización hacia Malvinas, escribió una carta y se la entregó a una portera de la escuela de Caleta Olivia para que la enviara con destino a Santa Fe. Pasaron semanas de la contestación “Cuando la recibí llegó de la mano de un compañero argentino, pero ya estábamos custodiados por un soldado inglés, ya estábamos presos” relata el héroe santafesino mientras mira con sus ojos cubiertos de destellos vidriosos y evoca intensos días de su vida.

Amigos desde hace cuarenta años, Buscemi y Sandoval aparecen en la pared del museo acompañados, al igual que en aquellas frías noches de guerra.


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Los hombres a lo largo de su cultura han creado dos maneras de entender el devenir histórico, una como progreso, la cual sostiene que a medida que pasa el tiempo tenderíamos a ser más buenos, más productivos y más justos. Tradición iluminista muy fuerte del siglo XIX. Otra, más vieja aún y proveniente de la Grecia clásica, entiende que la historia es cíclica y que todo fenómeno social puede degenerarse. A la vista del complicado momento histórico que acontece en ciudades como Santa Fe y por mero sentido común, parecería que la segunda opción es la correcta (¿o acaso avanzamos progresivamente en la distribución de la riqueza, en el cuidado a la tierra, en la seguridad de nuestros barrios, en la lucha contra el narcotráfico, el hambre y la avaricia humana?).

Semejante madeja de palabras y conceptos nos puede servir para conceptualizar un hecho social, y es el reconocimiento a los veteranos de Malvinas como verdaderos héroes. Porque quizá en este caso si predomine la primera opción y la historia haya progresado en camino a mejores puertos, o al menos más justos. Decimos esto porque al volver de la guerra, se generó en el país un proceso de desmalvinización que intentó instaurar una especie de amnesia colectiva, que diera una vuelta de página a todo lo sucedido durante el conflicto pregonando el silencio y la indiferencia. Con respecto a aquel momento, el presidente del Centro de excombatientes de nuestra a ciudad, Adolfo Schweighofer, le contaba a Télam que en la primera década «el desamparo fue tremendo», sintió que el país «les dio vuelta la cara» y expresó la incertidumbre de aquellos años en que debieron sobrevivir «sin ninguna protección, ningún cobijo, ningún amparo, ningún beneficio y sin obra social».

Museo de Malvinas. Abierto para toda la comunidad santafesina.

La historia de Buscemi, confirma lo mismo. “Yo al volver a la ciudad, me fui a buscar trabajo a una metalúrgica porque sabía soldar. Entré a una fábrica, me probaron con un par de trabajos y todo bien, hasta que tuve que confeccionar la planilla de ingreso. El tema es que te pedían antecedentes militares y en mi libreta figuraba que fui soldado de Malvinas. A partir de eso nunca más, nunca más me llamaron, me dieron excusas pero yo sabía que fue por eso” cuenta. Según él se sumaban muchas cosas a dicho temor social: Las noticias provenientes de Estados Unidos en las cuales veteranos de la guerra de Vietnam protagonizaban sucesos violentos en el país del norte y generaban alarma aquí, los suicidios de los ex combatientes que se comenzaron a percibir en nuestro país y fundamentalmente el clima de desmalvinización: olvidar y dar la espalda a quienes dejaron la vida por la patria. 

Pero como decíamos, en este caso, la historia si se empeña en avanzar hacia una causa noble como el reconocimiento de nuestros héroes. No solo a través de cuestiones simbólicas como los múltiples homenajes (a este cronista le sorprendió y alegró la cantidad de personas que asistieron este año al acto del dos de abril en la explanada sobre la calle Pedro Vittori), sino también materiales como pensiones, beneficios sociales y obras de infraestructura para cada centro de veteranos. 

Pero además a través de la dignificación y la posibilidad de nuevas oportunidades. Tal fue el caso de Buscemi, que luego de trabajar en el taller de su padre hecho un nudo de impotencia por el rechazo de la empresa metalúrgica y la imposibilidad de independizarse, pudo conseguir trabajo estable en ENTEL la empresa estatal de telecomunicaciones. Ocurrió en octubre del 82 gracias a la recomendación de un conocido. Entró en la sección de construcciones “plantábamos postes en toda la zona del departamento Las Colonias”, cuenta. La empresa estatal, relata Sergio con un brillo en sus pupilas que evidencia el más profundo orgullo, le dió todo. Luego de intensas capacitaciones pudo llegar a ser guardrail, es decir, quién arregla los teléfonos y hasta llegó a enseñar su oficio a los pibes que iban ingresando. Fue tanto el compromiso con su trabajo y el reconocimiento de la empresa estatal, que la indiferencia hecha carne en aquel duro año 82 pudo convertirse en dignidad y realización. 

Posteriormente llegó la privatización de ENTEL en manos del gobierno menemista, y el sueño dorado, como a tantos argentinos de trabajo, se le fue diluyendo en las garras del paradigma neoliberal. Trabajó unos años en la privada Telecom que había adquirido la empresa estatal, pero ante disconformidades con la empresa decidió migrar y trabajar por su propia cuenta. Hoy ocupa por las tardes su tiempo en el museo de Malvinas, allí hace pasar a los pibes, a los adultos, a los viejos, les muestra la carpa en donde tuvieron que soportar fríos extenuantes, la balsa en donde sus compañeros escapaban del Crucero Belgrano, la vestimenta, los fusiles, recuerdos vivos, hecho carne de una guerra que aún nos marca y nos incita a tener memoria, por los que dejaron la vida, por los que volvieron, por toda una patria, una patria entera que reclama y grita con fuerza que las Islas Malvinas fueron, son y serán argentinas.